EN EL COMEDOR DE UN HOSPITAL

«Mundos similares aunque distantes. Mundos todas nosotras, planetas que orbitan en torno a una fuente básica de energía: el afecto o su carencia.»

Del libro Beatriz y los cuerpos celestes escrito por Lucía Etxebarría, pág. 175

Julián tiene 84 años, ha vivido la mayoría de su vida en Madrid, pero es salmantino. Se mudó a la capital cuando era joven, con poco más que una maleta llena de ropa y la ilusión de buscar su primer trabajo como contable. Sesenta años más tarde, con todas sus obligaciones cumplidas, Julián tiene cataratas, además de Parkinson y hace muchos años —más de los que recuerda— se levanta solo en una casa de 120 m². Su mujer, Rocío, le dejó con un adiós entre los labios y la osteoporosis en unos huesos que se resquebrajaban con el tictac de los relojes. Sus hijos le visitan una vez cada tanto, es decir, cuando la conciencia aparece y lo importante brama sobre lo urgente. Por eso es siempre una sorpresa para Julián, que les recibe con el nerviosismo de no tener nunca lo suficiente para que se queden un rato más.

 

Visita al médico dos veces a la semana, al oftalmólogo los lunes y al neumólogo los jueves. Después de cada consulta, come el menú del hospital y presta atención a esa cantidad de cosas que el resto no mira. La tranquilidad que le han concedido los años, supongo.


Sabe que Carmen, de 75 años, sentada en la mesa de al lado, acompaña a su marido Manuel de 81. Desconoce al especialista que visitan, pero comprende que las cosas han ido a peor desde que empezaron a venir. Porque Julián lleva 15 años sin faltar a su cita médica y entiende rápidamente el olor a la vida y el ensordecedor silencio que acompaña a la muerte.


Cuando empezó a coincidir en el comedor del hospital con Manuel y Carmen las comidas eran diferentes. Se pedían primero, segundo y postre, todo era una buena excusa para poder hablar un rato más. Después de años de matrimonio les quedaban cosas por decirse.


Sin embargo, la ida y venida a médicos y hospitales había silenciado su relación. Desde hacía meses, Manuel había encontrado en el silencio un refugio donde se protegía de su mal humor. Quería a Carmen no más ni menos que el primer día, simplemente diferente, pero se sentía incapaz de hablar con ella y no parapetarle una queja o una muestra de mal querer. Así que, por miedo a herirla, decidió que el ruido ajeno fuese el protagonista de las comidas en ese comedor de hospital.


Al otro lado de la mesa, Carmen recibía el golpe de aquella decisión. El mutismo de las cosas que se acaban. Despertando, aunque tardíamente, el amor propio, este le decía una y otra vez a Carmen que había envejecido antes de la cuenta, entre fonendos y goteros de urgencias. Había ejercido de acompañante toda su vida; a sus hijos en el colegio, a su familia en casa, a sus nietos por las tardes y, desde hacía cinco años, a su marido en el hospital. Se había convencido de que los sueños de las mujeres de su televisión —nada que ver con las mujeres de nuestra televisión— eran los suyos. Y esa sensación de juventud perdida era la que le despellejaba el sueño por las noches. Se veía incapaz de volar mientras esperaba a la muerte en esas salas de espera.


Nuestro protagonista, Julián, contemplaba el matrimonio de Manuel y a Carmen desde el otro lado del comedor. Él había temido toda su vida quedarse solo, pero nunca se había planteado sentirse solo estando en frente del que un día, fue el amor de su vida.