POR QUÉ VOY AL 8M

«Los triunfos ganados con mucho esfuerzo pueden verse invalidados si vives en un ambiente donde tus victorias se consideran una amenaza»

Cómo ser mujer de Caitlin Morán, pág. 17.

Fue lo primero que vi al nacer y desde ese día nunca la he visto parar de trabajar. Tenía un horario de esos que quitan el hipo. Marcaba el ritmo del reloj, porque si no había tiempo ella misma se lo inventaba. Alargaba las horas de luz tanto como le fuese posible y dormía la mitad de lo que se considera saludable. Siempre un nuevo llanto y una queja, porque cuando resolvía una cosa le recordábamos que le quedaban otras tantas cosas por hacer. Trabajaba de sol a sol, es decir, sin descansos de ningún tipo, porque sus ratos libres eran los nuestros. Y así durante años.

Dos consultas. Tres hijas. Una casa. Dos familias. Un marido. Los cuidados de todo lo anterior. Un sinfín de cargas que fue acumulando con los años. Como esas obligaciones que te va colocando la vida solo por el hecho de ser mujer, hija y madre a la vez. Seguramente le pasó sin darse cuenta, un día estas estudiando para terminar COU y cuando vuelves a mirar, estas ayudando a tu hija a que se aprenda las tablas de multiplicar —tarea que nunca se me dio bien—. Así que así, sin preguntarse demasiado, mi madre fue recogiendo todas esas cosas que se encontraba por el camino, algunas elegidas y muchas otras impuestas.

Su sueldo era monetario y en especie, aunque este último sea un eufemismo. Porque a una persona no se le paga con besos, ni con regalos de cuando en cuando. Un ser humano normal y racional, espera una retribución monetaria cuando dedica más de la mitad de su tiempo a hacer cosas que no le corresponden. Sin embargo, poner precio a las tareas que hace mi madre en casa supone que hubiese tributado mucho más de lo que al estado le conviene reconocer. Así que nada, se concienció ella sola de que las pocas muestras de cariño que le dábamos eran pago suficiente.

Llevar a las hijas a clase por la mañana. Consulta. Hacer la comida. Consulta otra vez. Hacer la cena. Limpiar la casa. Jugar con nosotras. Llegar a la cama. Caer rendida. Levantarte por los llantos. Y levantarte esta segunda vez de verdad porque comienza otro día como el anterior.

Sabéis de lo que hablo. Ha pasado el tiempo y a mi madre le sigue costando decir en público que es feminista. Porque muchas cosas de este movimiento suenan a nuevo para ella, a pesar de que hablemos más de su vida que de la mía. Aunque supongo que nadie puede pensar en otro idioma si no conoce la existencia de ese idioma. El feminismo le ha dicho mi madre que es normal esté cabreada y esto es muy sano.

Mi madre antes de ser madre es mujer y antes de eso un ser humano. Y como ser humano que nace libre está hasta los ovarios de que le digan lo que tiene que hacer. Y se enfada y se cabrea porque está en su derecho de darse un descanso y tomarse las vacaciones que se merece. Pero como es una trabajadora, solo el ocho de marzo colgará su bata y delantal para que el mundo comprenda que, si las mujeres paramos, se para el mundo.

Así que, si no vas a la huelga el 8 de marzo por las mujeres del Congo, por la mutilación genital femenina, por el estigma de la menstruación en la India, por la manada aquí en España, por las asesinadas, por el acoso, la desigualdad salarial, el trabajo no remunerado y el techo de cristal, ve por tu madre. Pero ve.